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En Bélgica se acaba de
aprobar una ley que permite aplicar a los menores la eutanasia cuando padezcan
enfermedades irreversibles, lo que ha provocado una gran escalada de críticas
ante esta nueva ley con la que disienten muchos profesionales de la medicina
que afirman haber estudiado medicina para curar pero no para matar, y también
una gran parte de la población, ya que no la consideran oportuna ni se han
seguido los trámites necesarios para su
aprobación, como es el preceptivo informe del Consejo de Estado, que ha sido
omitido, ni se ha escuchado al conjunto de pediatras y enfermeros que han
solicitado se tenga en cuenta su opinión profesional, ni tampoco ha participado
en su aprobación la Ministra de Sanidad belga, lo que la convierte en una ley
única en el mundo porque ha sido aprobada sin contar con la opinión de los
profesionales de la medicina, cuestión que escandaliza a la mayoría de la
opinión pública que se encuentra ante una ley impuesta, no por una necesidad
real de los pacientes, sino por una cuestión ideológica como la que sostienen
los socialistas y liberales que afirman, sin embargo, que "llena un vacío
legal", en contra de la opinión mayoritaria de médicos, enfermeras y demás
profesionales que viven diariamente dedicados al cuidado de los niños enfermos
de graves dolencias.
Además, la citada ley ofrece
demasiadas lagunas que convierten su aplicación en espinosa tanto para los
profesionales de la medicina, como para los propios afectados, porque no
encuentran bien delimitados lo que se puede o no hacer en los casos que están
aparentemente comprendidos dentro de los supuestos que contempla dicha ley,
pues no declara edad mínima para aplicar la eutanasia, como es el caso de
Holanda que sí lo especifica y que fue el país pionero en legislar sobre la
eutanasia infantil. Tampoco la ley belga define bien lo que significa la
aceptación informada por parte del menor que pueda ser candidato a la
eutanasia, ni aclara que si los padres que tienen que dar su consentimiento
estuvieran en desacuerdo, cuál de sus opiniones contradictorias tendría que ser
tomada en cuenta.
Además de todo lo anterior, existen
serias dudas de índole moral sobre la posibilidad de aplicar la eutanasia a
personas con facultades mentales disminuidas y que padecen una enfermedad
irreversible, ya que no pueden ser informados antes de que tomen una decisión
al respecto por estado mental; así como la posibilidad de que quien ha
solicitado que se le aplique la eutanasia, cambie de opinión y desee vivir
después de haber dado su consentimiento y el protocolo que se debe aplicar con
la suficiente celeridad antes de que se produzca la muerte solicitada con ayuda
médica.
Por otra parte, desde el año 2002,
en el que se aprobó la ley sobre la eutanasia para adultos, la cifra ha
aumentado de forma alarmante, incluso en casos en los que no se cumplían los
supuestos de enfermedad terminal, pues se ha llegado a aplicar a una pareja de
hermanos gemelos que habían perdido la visión a causa de una enfermedad y
decían que no podían soportarlo, cuando la ceguera no es una enfermedad
"terminal" que pueda entrar dentro de los supuestos legislados. En
ese caso, se trataría de un suicidio asistido que, paradójicamente, no está
contemplado en la ley y, por tanto, es un hecho ilícito y constitutivo de
delito.
Estas fronteras difusas, provocan
gran inquietud entre el personal médico, por el temor de que los límites están
demasiado difusos y se puede extender la eutanasia hasta límites no aceptables
de ninguna forma, encubriendo casos de auxilio al suicidio de enfermos no
terminales por otras causas, o incluso homicidios encubiertos de enfermos que
no pueden manifestar su voluntad de morir y otros deciden por ellos sin que
exista una causa real, sino supuesta a juicio de quien decide por el paciente,
aunque esté contemplada en la ley tal posibilidad, o en los supuestos de que no
se cumplan los requisitos que la misma exige por estar demasiado difusos y poco
claros en su exposición.
Existen casos que evidencian los peligros
de una ley tan arbitraria como la recientemente aprobada en Bélgica para la
eutanasia infantil, pero también para la aplicada a adultos, como representa el
caso del ciudadano belga Nathan
Vershelt, transexual masculino que, a pesar de haberse sometido a una operación
de cambio de sexo en 2012, y estar hormonándose con testosterona, se
consideraba "un monstruo", por sus genitales masculinos y sus pechos
femeninos, lo que le ocasionaba un sufrimiento psicológico insoportable, pues
no conseguía ser el hombre total al que aspiraba, y su médico de cabecera
dictaminó que dicho sufrimiento psicológico era motivo justificado para
someterse a la eutanasia. Es decir, el sufrimiento que podía haber paliado la
psiquiatría con el debido tratamiento que actualmente ofrece la farmacopea y la
psicoterapia, fue "curado" de forma ya irreversible y trágica a través de la decisión de poner fin
a su vida, a la que coadyuvó su propio médico sin darle más alternativas.
Otro caso que ha suscitado mucha polémica, esta
vez sucedido en Holanda, país que tiene estrictas condiciones para poder ser
aplicada, es el de una mujer de 70 años que, después de quedarse viuda, se
había quedado ciega y esto le provocaba gran sufrimiento, pues alegaba que no podía
ver las manchas en su ropa ya que estaba
obsesionada por la limpieza y vivía sola, por lo que su médico también optó por
la "solución" de que era candidata a la eutanasia, decisión que
corroboraron los inspectores médicos, alegando que entraba dentro de la
legalidad impuesta por la ley que regula la eutanasia en dicho país. Es decir,
este caso viene a sumarse al anterior, por lo que personas que deberían haber
recibido asistencia psiquiátrica para paliar el sufrimiento psicológico que
padecían -y la soledad y falta de aceptación propia que sufrían también-, para
lo que la medicina tiene armas suficientemente eficaces, padecimiento que era
algo real y digno de toda compasión y comprensión, se convierten en casos
idóneos para ser "solucionados" por la eutanasia, lo que convierte a
esta tétrica posibilidad en la panacea universal que "cura" todas las
dolencias, en esta sociedad enferma moral y éticamente en la que los enfermos
terminales, los discapacitados físicos y psíquicos, los enfermos mentales, los
ancianos dependientes, los pacientes de enfermedades raras y poco comunes, los
enfermos crónicos, etc., son un estorbo para el Estado, para las familias, para
la sociedad en general, por los gastos que originan sus cuidados y atención que
necesitan, por la carga que supone para sus propias familias, para los
servicios asistenciales y, en una palabra, para esta sociedad hedonista en la
que sólo tiene valor y derecho a vivir los seres que producen, están sanos, son
independientes, autónomos y autosuficientes.
En
esta sociedad no hay cabida para la esperanza, el amor, la solidaridad, la
comprensión y el altruismo para ayudar a quienes lo necesitan porque esos seres
son costosos en dinero y esfuerzo, además de vulnerables y dependientes de los
demás. La enfermedad, la vejez, la incapacidad, el dolor y el sufrimiento hay
que atajarlo de forma contundente y definitiva, de manera aséptica y cruel como
es la eutanasia, pero no para paliar su sufrimiento, sino porque hay que quitar
de en medio de esta sociedad, supuestamente civilizada, a quien estorba, según
criterio de los "progresistas" que niegan con sus ideas, palabras y
hechos la propia civilización de una Humanidad perdida entre sus propias
contradicciones, miserias, necesidades, vulnerabilidad y sufrimiento, además de
necesitada de esperanza, de fraternidad, de comprensión y de consuelo que niega
la cultura de la muerte en la que está instalada.
A
quienes estorban, a quienes sufren, a quienes sólo provocan trabajo y gastos,
porque son seres inservibles, molestos, insoportables en su presencia doliente,
en su sufrimiento, en su soledad -no hay mayor soledad que la de quien sufre
entre la indiferencia y el egoísmo ajeno-, sólo les cabe la muerte como única
salida a su sufrimiento, la pidan o no, porque muchas veces decidirán otros por
ellos, para así morir asistido asépticamente por quienes les ofrezcan una
muerte indolora, fría y profesionalmente correcta en su ayuda, pero en la que
falta una mano amiga, una mirada amorosa, el apoyo y el consuelo de quien le
diga "estoy/estamos contigo, unidos a tu dolor, a tu lado y ayudándote a
encontrar motivos para vivir, para seguir unidos, luchando por la vida, este
don maravilloso, a pesar de la adversidad y del sufrimiento".
Esa
posibilidad esperanzadora otra parte de la sociedad pro eutanasia la niega y
sólo ofrece la alternativa de morir,
desaparecer; pero no para paliar el dolor de quienes sufren, sino para que
dejen de ser un problema, para no tener que seguir pagando tus tratamientos,
cuidados paliativos, asistencia sanitaria y social. Quienes consideran la eutanasia
una solución, la consideran una solución fácil y poco costosa para no cargar
las arcas del Estado con los gastos inherentes a la asistencia sanitaria y
social que requieren los enfermos terminales o con problemas de sufrimiento
psicológico extremo; pero no para ayudar a quienes sufren, sino porque consideran
que sólo son un estorbo para los sanos,
los productivos y los que no sufren -por ahora-, y están integrados en esta
sociedad materialista donde todo tiene un precio, pero nada tiene valor -aunque
se confunden con frecuencia ambos conceptos-, ni siquiera la vida humana, ese
milagro que empieza en el nacimiento y termina con la muerte y que tiene
diferentes etapas, desde la niñez hasta la vejez, desde la salud hasta la
enfermedad, y desde la alegría hasta el dolor, porque en todas ellas se puede
mostrar la riqueza de la vida humana, de su valor incuestionable y de su única
e irrepetible diferencia -como todo ser humano es irrepetible y único-, rica en matices y variedad, en las que se
muestra toda la grandeza del ser humano.
Seres como Stephen William Hawking,
físico teórico y cosmólogo, tetrapléjico a causa de una terrible enfermedad, demuestran
como la inteligencia, la creatividad, el esfuerzo y la capacidad humana puede
superar todas las adversidades, todo impedimento para llevar una vida
"normal" -como se entiende normalmente en esta sociedad estereotipada
y plagada de lugares comunes-, una vida plena de logros profesionales,
intelectuales y afectivos, sin que una determinada incapacidad anule y borre
todas las demás potencialidades que tiene cualquier ser humano; amar, crear,
pensar, sentir, experimentar, compartir, vivir en suma, con limitaciones
físicas o psíquicas, pero con intensidad, valor, coraje y autenticidad, capaz
de dar y recibir amor, comprensión y amistad, a pesar del sufrimiento físico y
psíquico para el que la medicina actual tiene remedios eficaces que permiten
esperar a la muerte cuando esta llegue, sin que se le llame ni se exija su
presencia a plazo fijo, porque toda vida siempre tiene marcado el día final en
sus propios genes, en su mapa genético, ese que viene a ser la fecha de
caducidad de toda vida, pero que no se debe querer adelantar como si de un
"producto" perecedero se tratara, ya que ni somos dueños de nuestras
vidas -no elegimos nacer, ni dónde ni cuándo ni cómo, porque forma parte del
mismo misterio del que formamos parte-, ni tampoco debemos elegir -aunque eso
sí podemos- el día en el que morir, pues
el punto y final de toda vida humana está siempre en manos de ese enigma
inaprehensible, incomprensible para muchos, y misterioso para todos, a lo que
llamamos Dios, el gran guionista de nuestra existencia que tiene siempre la
última palabra, como demuestran tantos casos en los que, después de haber
sobrevivido a un peligro de muerte real e inminente, los supervivientes -de
todas las creencias, culturas e ideologías -, cambian completamente su visión
de la vida, de lo que llamamos realidad, porque todos afirman después que han
comprendido y experimentado la realidad de que algo superior ha sido quien les
ha permitido volver a la vida, porque aún "no les había llegado su hora de
morir".
Esta sociedad, inmersa en la cultura
de la muerte que propicia ciertas ideologías imperantes -que considera lícito
el derecho a no dejar nacer a un concebido, sólo por la libre decisión de la
madre y sin más motivos-, es la que, por un supuesto amor a la vida
"plena" y exenta de todo dolor, de toda limitación, ofrece una falsa
salida a ese sufrimiento, negando precisamente su mejor paliativo, su mejor
medicina para sobrellevarlo, como es el amor, la comprensión, la solidaridad
con el doliente y la ayuda emocional y profesional que tiene así armas para
evitar el sufrimiento físico o psíquico y puede curar, si no todas, sí algunas
enfermedades consideradas irreversibles, como es el caso de la niña holandesa que solicitó al Rey belga, a través
de una carta, que no aprobara la ley de la eutanasia infantil, porque ella
había sido candidata a la misma por una gravísima cardiopatía congénita, aunque
las diversas operaciones sufridas salvaron su vida y recobró la salud y la
posibilidad de vivir con total normalidad.
Ya dijo Frederich Nietzsche: "
La esperanza es un estimulante vital muy superior a la suerte".
Desgraciadamente, en esta sociedad la esperanza y su cultivo está siendo
vencida por la cultura de la muerte, de la aniquilación y de la cosificación
del ser humano que se asemeja a un
artículo desechable con fecha de caducidad a elegir, por decisión propia o
ajena, cuando la vida se convierte en una pesada carga, pero no sólo para el
doliente, sino para la sociedad que le niega todo amor, toda esperanza, todo
valor como ser humano desde que ha perdido su autonomía, su salud y su independencia.
Esto es lo terrible de leyes como la de la eutanasia que convierten a las
personas en objetos que, una vez deteriorados por la enfermedad irreversible,
la vejez, la discapacidad o el sufrimiento, en vez de ofrecerles medios que
existen para combatir eficazmente el dolor físico y psíquico para que puedan
recobrar así la esperanza, aunque sólo sea la de morir sin dolor, en paz y con
serenidad, aceptando el inevitable final de su vida, les ofrece como única
alternativa la muerte voluntariamente precipitada para poner fin a su dolor y a
su desesperación.
Estas leyes representan una dudosa
ayuda o solución a quien desea morir para dejar de sufrir. Al igual que nadie aceptaría como alternativa éticamente válida que
quien viera a un suicida que quiere arrojarse por un precipicio le ofreciera
ayuda en forma de empujón, porque "comprende" su desesperación y su
deseo evidente de morir. Posibilidad esta que repugna a cualquier persona de
bien, porque lo que en esos casos procedería sería intentar convencer al
suicida en potencia de que no ejecute su
mortal idea o, por lo menos, tratar de impedir a toda costa que llevara a cabo
su fatal decisión.
La sociedades que ven como un bien
logrado el permitir la eutanasia, no se dan cuenta que es lo propia sociedad la
que está en peligro al considerar que la muerte es la panacea para combatir el
sufrimiento físico o psíquico, porque eso abre inquietantes posibilidades que,
antes o después, se llevarán a cabo, según se vaya extendiendo el supuesto
derecho a decidir sobre la propia vida -o la ajena, y eso es más terrible aún-
como la definitiva solución al sufrimiento, y a elegir cómo y cuándo morir,
ampliándolo en la práctica a otros supuestos más difusos y generales. Esto lo está
demostrando la casuística desde que se aprobó la eutanasia en Holanda, país en
el que se está demandando por personas que no entran dentro de los supuestos
contemplados por la ley, lo que está llevando a la práctica el auxilio al suicidio que está prohibido en
todos los países occidentales. Lo cual hace realidad la paradoja de que una ley
se está convirtiendo en la mejor excusa para burlar a otras anteriores y
contrapuestas.
La eutanasia, como el supuesto
derecho al aborto libre, son las dos caras de la misma moneda de esta sociedad
inmersa en la cultura de la muerte que niega toda esperanza. La vida, como don
inapreciable del que no poseemos más derechos que el de vivirla con responsabilidad,
plenitud y autenticidad, en todas su etapas de salud y enfermedad, de alegría y
de dolor, nos otorga sólo el título de depositarios
y no dueños de este bien supremo del que somos sólo sus criaturas y sus más genuinos exponentes en los que
manifiesta toda su potencia creadora, su
virtuosismo y su más evolucionada maestría.
Y como dice Gabriel García Márquez:"La
vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir".
Quizás porque todo ser viviente lo único a que tiende es hacia su
supervivencia, por instinto, por necesidad y por la propia naturaleza de la
vida que tiende a ser, pero no a no ser, lo que sería esta última opción una contradicción lógica que niega
la propia realidad biológica de cada individuo en el que se encarna la vida y le permite ser y existir: don inapreciable
que muchas veces se puede convertir en una pesadilla de la que, para muchos,
sólo se despierta con la muerte anticipada y voluntaria, sin esperar a que la
Parca llegue, poco a poco, a terminar su siniestras labores que siempre realiza
de forma eficaz, natural y silenciosa, sin prisas pero sin pausa, utilizando
los múltiples recursos de los que la dota la siempre magnánima, sabia y
misericordiosa Naturaleza.